Me
encuentro cansada del reloj que mete prisa. De las colas, el tráfico, los
pitidos, los platos sin lavar, la ropa sin planchar, los pasos del vecino en el
techo. De sacar tiempo a un calendario saturado. De los favores, del poner
buena cara. De las negativas, del esfuerzo inútil. De la vida, de mí, de todos.
Cuánto
me cuesta encontrar un rato. Media hora ya es un regalo. Una completa, milagro.
Pero es mi ilusión, mi dicha, el opio que me ayuda a soportar todo lo malo.
Algún día, me digo siempre, algún día…
Pero
pasan los meses, los años, y ese día esperado me rehúye. ¿No son ya bastantes
mis renuncias? ¿No he sacrificado suficiente? ¿Cuánto más tendré que esperar?
Mi paciencia se agota; la ilusión muere.
Quizá
me engaño a mí misma. Tan solo soy una adulta jugando a realizar sus sueños de
niña. Quizá tener talento es buscar quimeras. O puede que, simplemente, esté
haciendo algo mal. ¿Estoy dentro de una de esas bolas de cristal en las que
parece caer nieve pero solo es plástico? Dando vueltas en la misma mentira.
¿Qué
pasaría si rompo el cristal?
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