«¿Por qué
sigues guardando ese trasto?», le decía su hermana menor. «Podrías sacar un
dinero si la vendes; ahora está de moda lo vintage»,
le aconsejaba un amigo. «Solo sirve para ocupar sitio y acumular polvo», esa
era su mujer.
No lograban
entender que en los peores días, y también en las peores noches, la mecedora
era lo único que lo liberaba. De incertidumbre, de soledad. Cuando la empujaba
suavemente, se movía de adelante atrás, de atrás adelante. Los crujidos leves
parecían fortalecerse entre las paredes del sucio desván.
Él se
sentaba en el suelo, atento al vaivén, con las piernas cruzadas como solía
hacer años atrás, cuando era un niño feliz y despreocupado.
Y era
entonces, solo entonces, cuando volvía a escuchar las historias de su abuelo.