Aquel día
se encontraba cansada. Lo supe por su extraño saludo. Parecía el mismo, a viva
voz y sonriente, pero después de tantos años sabía distinguir entre sus
sonrisas verdaderas y las forzadas. Se movía con vitalidad por la casa y
hablaba sobre su trabajo, como siempre.
Casi.
Pasado un
tiempo desapareció la sonrisa forzada, arrastraba los pies mientras iba de un
lado a otro, se olvidaba de hacer cosas.
También se
olvidó de mí, y yo, que parecía el único habitante de esa casa que se daba
cuenta de su estado, empecé a morir lentamente. Cada día caían varios pedazos
de mi cuerpo y estos se secaban en el suelo. Pronto tuve que aprovechar hasta
la última gota de agua para no deshidratarme.
Deseaba preguntarle
a ella qué le sucedía; a los demás, por qué no la ayudaban. Pero ellos, todos
ellos, que sí podían hablar y moverse, dejaban que el tiempo continuara
marchitando lo que antaño fue alegre y lleno de vida.
A ella.
Y a mí.
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