21 feb 2016

El ascenso


Por fin ha llegado el gran día. Mañana hago la presentación de mi proyecto ante la plana mayor de la empresa. Van a venir el Director General, el Director de Finanzas y el Responsable de Marketing Corporativo. Además de todos los directivos de nuestras oficinas. Estoy hecho un flan.

Bueno, al menos me lo he currado. Desde que el Jefe de mi Sección me propuso el proyecto, hace ya dos meses, no he parado de trabajar en ello. ¡ES MI GRAN OPORTUNIDAD!

Mi secretaria Carmen, tan eficiente como siempre, ha sido una ayuda inestimable. Sin ella muchísima información habría quedado fuera de mi alcance; su disposición para modificar el borrador una, dos y las veces que haga falta, para mi que soy un obseso de la perfección, no tiene precio. Amén de que es una habilidísima correctora, especialmente en lo que a tildes se refiere.

Así que voy a darme prisa en asearme. Quiero llegar a la oficina con tiempo suficiente. ¡Tengo el ascenso al alcance de la mano!

– Cariño, ya tienes puesto el desayuno –oigo a mi mujer–. Tostadas con aceite de oliva, y mermelada casera, como a ti te gusta.

Ya me estoy relamiendo. ¡Mierda! Me he cortado con la maquinilla. Un buen tajo, por lo que sangro. Tiritas, ¿para que os quiero?

Me visto con agilidad. La camisa blanca, impecable; ¡si es que mi churri vale un montón!
El traje azul marino metalizado y la corbata roja a rayas me dan un aspecto deslumbrante. ¡Voy a arrasar!

– Buenísimas, las tostadas. ¿Dónde las has comprado?
– En la panadería de la Conchi. –contesta mi mujer–.
– Oye, la mermelada que hace tu madre está de muerte. Tenemos que volver a que nos dé más.

Este momento de disfrute matinal no tiene precio: seguro que es el presagio de un gran día para mi.

– Cariño, ¡tienes manchado de sangre el cuello de la camisa!

Con el contratiempo se me cae el trozo de tostada con aceite y mermelada. En el tazón de leche de almendra. PLOF. La salpicadura se esparce por toda la mesa, por mi camisa, por mi corbata.

Se me corta el desayuno. Ya no quiero más. Voy a cambiarme.

– Cariño, ponte la camisa azul pálido.
– ¿Y la corbata?
– Bueno, puedes usar la gris plata, No te queda tan mal.

Miro el reloj. Ya se hace tarde. Me acabo de poner las nuevas prendas a toda prisa. Me dispongo a salir de casa.

– Cariño, ¿y mi beso?

Doy un beso rápido a mi mujer. Y salgo pitando.

– ¡Que tengas buen día! –oigo desde el descansillo–.

Llamo al ascenso. Tarda, el condenado, en venir. Alguna vecina mantiene la puerta del ascensor abierta, mientras habla con otra.

– ¡Esa puerta! –grito ya con cierta furia–.

Por fin llega. ¡Qué peste! El vecino del 7º B baja la bolsa de la basura, que debe tener desechos de pescado de hace tres días. Él se queda en la planta principal, yo bajo hasta el sótano, a coger el coche.

¡El coche!, ¡las llaves! ¡Mierda! Se me han olvidado. El ascensor ya se fue ¿cuándo volverá? Subo las escaleras de dos en dos, como un poseso, hasta mi casa, en un 4º. Recupero las llaves, jadeante.
Mi mujer me mira asombrada.

– Hola, Cariño.

Marcho sin decir nada. Bajo las escaleras de tres en tres.

Ya estoy en el coche. Arranca sin problemas. Salgo quemando rueda. Subo la rampa del garage haciendo un caballito. Giro a la derecha. ¡Vaya! El semáforo, en ámbar. Acelero... pero no llego. Una señora está cruzando el paso de cebra con un cochecito de bebé y otro niño pequeño en la mano. El niño me mira con cara de mucho sueño.

Miro el reloj. ¡Mierda! Son las 8 y 14. Nunca tardo menos de 15 minutos en llegar al parking del trabajo. La reunión está programada para las 8 y media. ¡Voy con el tiempo justo!

Se abre el semáforo. Quiero pasar a los demás coches por encima pero, obviamente, no puedo. Me toca esperar en varios semáforos. Estoy que exploto. Parece que todos se ponen en rojo justo antes de llegar yo. Y siempre hay un coche delante. Que para justo cuando el semáforo luce en ámbar y tarda una eternidad en arrancar cuando se pone en verde.

Ya estoy llegando. Miro el reloj. Las 8 y 27. ¡VOY A LLEGAR TARDE! Mentalmente repaso mis movimientos: tendré que aparcar, subir a la 3ª planta, donde está mi despacho, coger los documentos y mi portátil, arrancarlo de camino, subir a la 5ª planta donde está la sala de reuniones y presentarme ante todo el mundo con 5 minutos de retraso. ¡QUÉ DESASTRE!

Ya voy llegando. ¡OH, NOO! Un camión de recogida de basuras acaba de incorporarse a la circulación delante de mi y ¡va a parar para recoger un contenedor!. Intento adelantarlo. Imposible. No dejan de venir coches de frente. Valoro la posibilidad de dejar el coche y salir corriendo a la oficina. ¡Estoy que echo chispas!

¡POR FIN LLEGO AL PARKING! Ocupo la primera plaza libre que veo, aunque no es la que me corresponde (ya bajaré después a cambiarlo). Llamo al ascensor. No llega nunca. Subo a mi despacho. Cojo lo que necesito. Dejo la puerta abierta. Le digo a mi secretaria que cierre con llave. Subo a la 5ª planta por las escaleras. Llego jadeando.

Paro unos segundos. Tomo aire. Miro el reloj: ¡son las 8 y 42! Ya me habrán echado en falta. Me controlo. Cuando entre 14 cabezas volverán sus ojos hacia mi pensando ¡vete a saber qué cosas! Abro la puerta Allí están todos...

¡PI PI RI RIIIII! ¡PI PI RI RIIIII! ¡PI PI RI RIIIII! ...

– Alfredo, apaga ese despertador. Son las 9 de la mañana ¿A dónde quieres ir a estas horas?

Mi mujer, como siempre, tiene razón. ¡Ah! Ya recuerdo...

– Cariño, he quedado para ir a pescar con aquel señor que conocí en el curso de marketing online para desempleados. ¿No te lo había dicho?