Por fin ha llegado
el gran día. Mañana hago la presentación de mi proyecto ante la
plana mayor de la empresa. Van a venir el Director General, el
Director de Finanzas y el Responsable de Marketing Corporativo.
Además de todos los directivos de nuestras oficinas. Estoy hecho un
flan.
Bueno, al menos me
lo he currado. Desde que el Jefe de mi Sección me propuso el
proyecto, hace ya dos meses, no he parado de trabajar en ello. ¡ES
MI GRAN OPORTUNIDAD!
Mi secretaria
Carmen, tan eficiente como siempre, ha sido una ayuda inestimable.
Sin ella muchísima información habría quedado fuera de mi alcance;
su disposición para modificar el borrador una, dos y las veces que
haga falta, para mi que soy un obseso de la perfección, no tiene
precio. Amén de que es una habilidísima correctora, especialmente
en lo que a tildes se refiere.
Así que voy a darme
prisa en asearme. Quiero llegar a la oficina con tiempo suficiente.
¡Tengo el ascenso al alcance de la mano!
– Cariño, ya
tienes puesto el desayuno –oigo a mi mujer–. Tostadas con aceite
de oliva, y mermelada casera, como a ti te gusta.
Ya me estoy
relamiendo. ¡Mierda! Me he cortado con la maquinilla. Un buen tajo,
por lo que sangro. Tiritas, ¿para que os quiero?
Me visto con
agilidad. La camisa blanca, impecable; ¡si es que mi churri vale un
montón!
El traje azul marino
metalizado y la corbata roja a rayas me dan un aspecto deslumbrante.
¡Voy a arrasar!
– Buenísimas, las
tostadas. ¿Dónde las has comprado?
– En la panadería
de la Conchi. –contesta mi mujer–.
– Oye, la
mermelada que hace tu madre está de muerte. Tenemos que volver a que
nos dé más.
Este momento de
disfrute matinal no tiene precio: seguro que es el presagio de un
gran día para mi.
– Cariño, ¡tienes
manchado de sangre el cuello de la camisa!
Con el contratiempo se me cae el trozo de tostada con aceite y mermelada.
En el tazón de leche de almendra. PLOF. La salpicadura se esparce
por toda la mesa, por mi camisa, por mi corbata.
Se me corta el
desayuno. Ya no quiero más. Voy a cambiarme.
– Cariño, ponte
la camisa azul pálido.
– ¿Y la corbata?
– Bueno, puedes
usar la gris plata, No te queda tan mal.
Miro el reloj. Ya se
hace tarde. Me acabo de poner las nuevas prendas a toda prisa. Me
dispongo a salir de casa.
– Cariño, ¿y mi
beso?
Doy un beso rápido
a mi mujer. Y salgo pitando.
– ¡Que tengas
buen día! –oigo desde el descansillo–.
Llamo al ascenso.
Tarda, el condenado, en venir. Alguna vecina mantiene la puerta del
ascensor abierta, mientras habla con otra.
– ¡Esa puerta!
–grito ya con cierta furia–.
Por fin llega. ¡Qué
peste! El vecino del 7º B baja la bolsa de la basura, que debe tener
desechos de pescado de hace tres días. Él se queda en la planta
principal, yo bajo hasta el sótano, a coger el coche.
¡El coche!, ¡las
llaves! ¡Mierda! Se me han olvidado. El ascensor ya se fue ¿cuándo
volverá? Subo las escaleras de dos en dos, como un poseso, hasta mi
casa, en un 4º. Recupero las llaves, jadeante.
Mi mujer me mira
asombrada.
Marcho sin decir
nada. Bajo las escaleras de tres en tres.
Ya estoy en el
coche. Arranca sin problemas. Salgo quemando rueda. Subo la rampa del
garage haciendo un caballito. Giro a la derecha. ¡Vaya! El semáforo,
en ámbar. Acelero... pero no llego. Una señora está cruzando el
paso de cebra con un cochecito de bebé y otro niño pequeño en la
mano. El niño me mira con cara de mucho sueño.
Miro el reloj.
¡Mierda! Son las 8 y 14. Nunca tardo menos de 15 minutos en llegar
al parking del trabajo. La reunión está programada para las 8 y
media. ¡Voy con el tiempo justo!
Se abre el semáforo.
Quiero pasar a los demás coches por encima pero, obviamente, no
puedo. Me toca esperar en varios semáforos. Estoy que exploto.
Parece que todos se ponen en rojo justo antes de llegar yo. Y siempre
hay un coche delante. Que para justo cuando el semáforo luce en
ámbar y tarda una eternidad en arrancar cuando se pone en verde.
Ya estoy llegando.
Miro el reloj. Las 8 y 27. ¡VOY A LLEGAR TARDE! Mentalmente repaso
mis movimientos: tendré que aparcar, subir a la 3ª planta, donde
está mi despacho, coger los documentos y mi portátil, arrancarlo de
camino, subir a la 5ª planta donde está la sala de reuniones y
presentarme ante todo el mundo con 5 minutos de retraso. ¡QUÉ
DESASTRE!
Ya voy llegando.
¡OH, NOO! Un camión de recogida de basuras acaba de incorporarse a
la circulación delante de mi y ¡va a parar para recoger un
contenedor!. Intento adelantarlo. Imposible. No dejan de venir coches
de frente. Valoro la posibilidad de dejar el coche y salir corriendo
a la oficina. ¡Estoy que echo chispas!
¡POR FIN LLEGO AL
PARKING! Ocupo la primera plaza libre que veo, aunque no es la que me
corresponde (ya bajaré después a cambiarlo). Llamo al ascensor. No
llega nunca. Subo a mi despacho. Cojo lo que necesito. Dejo la puerta
abierta. Le digo a mi secretaria que cierre con llave. Subo a la 5ª
planta por las escaleras. Llego jadeando.
Paro unos segundos.
Tomo aire. Miro el reloj: ¡son las 8 y 42! Ya me habrán echado en
falta. Me controlo. Cuando entre 14 cabezas volverán sus ojos hacia
mi pensando ¡vete a saber qué cosas! Abro la puerta Allí están
todos...
¡PI PI RI RIIIII!
¡PI PI RI RIIIII! ¡PI PI RI RIIIII! ...
– Alfredo, apaga
ese despertador. Son las 9 de la mañana ¿A dónde quieres ir a
estas horas?
Mi mujer, como
siempre, tiene razón. ¡Ah! Ya recuerdo...
– Cariño, he
quedado para ir a pescar con aquel señor que conocí en el curso de
marketing online para desempleados. ¿No te lo había dicho?