7 oct 2016

Entierro (Mónica Prádanos)




            —Cuánto lo siento. —La vecina con la que siempre hablaba mi madre me ha cogido las dos manos y me mira con cara de infinita lástima.
            Mi tío, a mi izquierda, pone la mano sobre mi hombro. No dice nada. Mi padre, a mi derecha, murmura entre dientes:
            —Te juro, hija, que cuando al fin atrapen al que hizo esto… —Aprieta los puños.
            Entre el grupo de trajes y vestidos negros distingo a la mejor amiga de mi madre. No ha dejado de llorar desde que entró en la iglesia. Nuestras miradas se cruzan. Se acerca hasta nosotros. Se pasa el pañuelo por la nariz y me mira con ojos enrojecidos.
            —Querida, debemos seguir adelante —dice, asintiendo con la cabeza—. Aunque ya nada será lo mismo… —continúa hablando para sí misma mientras se aleja.
            Más personas dejan el lugar por donde acaba de desaparecer el ataúd que guarda su cuerpo apuñalado. Pasan junto a mí.
            —Siempre se van los mejores, siempre. —Su peluquera.
            —Ahora debes ser feliz por ella. —Una compañera de trabajo.
            Todas aquellas palabras y gestos me son indiferentes, como también lo son los murmullos que escucho a mis espaldas: «Mira a la hija, no parece estar muy afectada», «Decía que desde que se fue de casa, solo llamaba a su padre», «Menuda desagradecida; comportarse así con quien le dio la vida».
            Quizá, si me hubieran importado, hubiera dicho alguna frase típica para una hija que acaba de perder a su madre a manos de un asesino.
            Quizá me hubiera esforzado en decir alguna cosa buena de ella en la iglesia. Aunque mentir en una iglesia no esté demasiado bien.
            Quizá me hubiera frotado los ojos con fuerza para aparentar que estaban llorosos.
            Pero no me importan.
            Así que he preferido no abrir la boca desde que me llegó la noticia. Porque lo único que pasa por mi cabeza es que deberíamos estar celebrándolo.

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