—Cuánto lo
siento. —La vecina con la que siempre hablaba mi madre me ha cogido las dos
manos y me mira con cara de infinita lástima.
Mi tío, a
mi izquierda, pone la mano sobre mi hombro. No dice nada. Mi padre, a mi
derecha, murmura entre dientes:
—Te juro,
hija, que cuando al fin atrapen al que hizo esto… —Aprieta los puños.
Entre el
grupo de trajes y vestidos negros distingo a la mejor amiga de mi madre. No ha
dejado de llorar desde que entró en la iglesia. Nuestras miradas se cruzan. Se
acerca hasta nosotros. Se pasa el pañuelo por la nariz y me mira con ojos
enrojecidos.
—Querida,
debemos seguir adelante —dice, asintiendo con la cabeza—. Aunque ya nada será
lo mismo… —continúa hablando para sí misma mientras se aleja.
Más
personas dejan el lugar por donde acaba de desaparecer el ataúd que guarda su
cuerpo apuñalado. Pasan junto a mí.
—Siempre se
van los mejores, siempre. —Su peluquera.
—Ahora
debes ser feliz por ella. —Una compañera de trabajo.
Todas
aquellas palabras y gestos me son indiferentes, como también lo son los
murmullos que escucho a mis espaldas: «Mira
a la hija, no parece estar muy afectada»,
«Decía que desde
que se fue de casa, solo llamaba a su padre», «Menuda
desagradecida; comportarse así con quien le dio la vida».
Quizá, si
me hubieran importado, hubiera dicho alguna frase típica para una hija que
acaba de perder a su madre a manos de un asesino.
Quizá me
hubiera esforzado en decir alguna cosa buena de ella en la iglesia. Aunque
mentir en una iglesia no esté demasiado bien.
Quizá me
hubiera frotado los ojos con fuerza para aparentar que estaban llorosos.
Pero no me
importan.
Así que he
preferido no abrir la boca desde que me llegó la noticia. Porque lo único que
pasa por mi cabeza es que deberíamos estar celebrándolo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario