Se
empeñaba en vestirnos del mismo modo, en peinarnos con la misma raya, bien
marcada, como con un tiralíneas. Quería que fuéramos aún más idénticos de lo
que a simple vista ya parecíamos.
Mamá se
imponía querernos por igual, como lo hizo durante la gestación, pero no tardó
mucho en decantarse por él.
Fue el
primero en ver la luz. Rollizo, sano,
fuerte hermoso.
- una bendición, se aventuró mi abuela en
adjetivar.
Yo nací
tras él, como siempre, a su zaga. Enclenque, escuchimizado, enfermizo,
-
Zarrapastroso, me definió la abuela sin conmiseración alguna.
Cierto
es, que a los pocos meses de nacer y durante el resto de nuestra vida siempre
fuimos como dos gotas de agua, pero no es menos cierto, que sólo lo éramos en
nuestro aspecto externo, como todos sabían. Él comenzó enseguida a destacar en
los estudios, a triunfar en el deporte y a pesar de ser exactos, a
llevarse sólo él, las chicas de calle. Su personalidad era
arrolladora y la mía se veía no sólo arrollada, sino derrotada por la suya.
Yo cada
día era más tímido, más retraído. Tener un espejo a mi lado no me hacía verme a
mí en él, ni a él en mí. Lo único que ansiaba era perderlo de vista, olvidar
las comparaciones que a diario asfixiaban mi calma. No sé si hubiera podido
soportarlo por siempre si no se hubiera cruzado en mi vida ELLA.
Fue
ella quien comenzó a hablarme en el recreo del instituto, quien me regaló las
sonrisas más bellas jamás soñadas y quien propuso la primera cita. Accedí en un
tartamudeo nervioso e incrédulo.
Me pasé
tres días sin comer, sin dormir y, sin poder darle tregua a los arrítmicos
movimientos del corazón, al fin llegó el día. Mi hermano
se reía a mandíbula batiente al verme acicalarme. Mi madre sonreía
recelosa, y mi abuela, en su habitual
tono socarrón, me preguntó si la chica no se habría equivocado de hermano.
Acudí a
la cita escéptico. Quizá mi abuela tenía razón. Quizá no era más que un error,
o una broma pesada. Tal vez lo mejor fuera darse la vuelta y olvidarse de este
asunto. Regresar al cascarón y acurrucarme en los brazos de mi madre.
Una
voz, su voz, me sorprendió por la espalda. Nunca antes me había parecido que mi
nombre, porque sí, me llamó por mi nombre, tuviera esa sonoridad, esa cadencia
de las cosas bellas. Nunca antes, me
había parecido que mis pies, o mi piel, o todo mi cuerpo, pudiera levitar.