Llegar
tarde
Acordaron
encontrarse en un lugar concreto, allí donde el silencio escucha su propio sonido.
Allí, donde las amapolas aun estando acompañadas sienten su propia soledad.
Ella
como las amapolas vivía rodea y sola. Desde que a su marido la muerte le
viniera a visitar, vagaba como transeúnte, sin rumbo fijo, descansando en cada
estación del tiempo, gritando palabras, queriendo poner marcha de nuevo como
hacen los trenes.
Quería
emprender viaje y la atemorizaba un después. Había estado tan acostumbrada a no
ser ama ni señora que ni los espejos reflejan su imagen cuando se mira.
Su
vida transcurrió siempre frente a un austero mandato, en una intolerancia
y sumergida en un mutismo que la encogía el alma. Jamás pudo estar ni en paz ni
en una armonía.
De
ahí y ante su pasado estudiaba como adolescente aquel encuentro. Se
verían al caer la tarde, en esa hora precisa cuando el ocaso atrae miradas.
Julio
era parco en palabras de tímida expresión, en sus años había sido buen mozo,
bien apañado en figura como dicen en los pueblos. El paso del tiempo y su gran
dedicación al campo le condicionó y vivió apocado ante ciertas sensaciones que
descartó.
Ahora
era diferente, Julio sentía esa gran alegría de una espera, apreciaba de nuevo
las leves taquicardias que tantas veces sintió cuando miraba a María.
Nervioso,
tomaba cada poco el vetusto y dorado reloj de bolsillo; faltaba poco, llegaba
el tiempo y se puso encaminado hacia el destino.
Ella
impaciente, a paso ligero llegó al lugar; un viento fresco soplaba en su cara,
se sentó descansó e inmiscuida en
su pensamiento comenzó a esperar.
Sonaban
las siete horas en la tarde, era largo rato y él no aparecía.
Las
campanas comenzaron a sonar despacio para confundirse en un gran sonoro y
seguido repique; tocaban a muerto. El pueblo sabía de aquel difunto. María
siempre pensaba en un campo de amapolas.
Blanca
Vicario
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