Inspira con los ojos
cerrados. «Hoy ya
no estarán»,
piensa, mientras aprieta los puños. Al abrir los ojos, los hombros se hunden
junto con su ánimo. Ahí siguen esos traicioneros granos que pueblan su cara. Y,
por supuesto, en la boca los incómodos hierros de su aparato dental. «Sonríe un poco, Daniel», le dice siempre su madre
antes de lanzar el flash. Pero él mantiene los labios firmemente cerrados e
intenta ocultarse detrás de alguien.
Mientras camina al
instituto, el peso de los libros lo encorva hacia delante. El pelo largo le
oculta la cara. Sus padres no están de acuerdo con su look, pero no lo entienden, él necesita ese pelo. Esa barrera.
En el recreo come aparte
su almuerzo. ¿Quién va a querer que les hable sobre ajedrez, agujeros negros,
materia oscura y teorías de universos paralelos? Es el rarito, como escuchó una
vez que se referían a él sus compañeros de clase.
El odiado repiqueteo del
despertador descubre a un Daniel que ha pasado la noche en vela. Es el último
día de instituto, dentro de poco irá a la universidad y sospecha que allí seguirá
siendo el raro. Al menos, se consuela, le han quitado los hierros y, según su
madre, ahora su sonrisa es de anuncio. Pero él no lo sabe. Hace mucho que dejó
de mirarse al espejo. Hace mucho que apenas alza la cabeza.
Ese día, un antiguo
alumno del instituto da un discurso en el salón de actos. Daniel mira al suelo
mientras él empieza su charla. Adivina por la confianza con que habla que será
un joven guapo y exitoso. Entonces les cuenta su historia, la de un «cero a la izquierda», como él mismo se llama.
Daniel levanta un poco la cabeza. Les habla de cómo se centró en sus estudios,
con la única ilusión de ser capaz, algún día, de diseñar rascacielos. Les habla
de que, meses atrás, ese sueño se había cumplido. Daniel levanta la cabeza
completamente y se aparta el pelo para ver mejor.
—Si queréis ser alguien
en este mundo, tenéis que esforzaros —dice un hombre con entradas y unos ojos
demasiado separados—, tenéis que trabajar duro. Pero ante todo —añade, y Daniel
se inclina hacia delante con los ojos muy abiertos—, tenéis que creer en
vosotros mismos. —Los señala con el índice—. Ese será vuestro flotador.
Daniel levanta la
persiana y mira el cielo soleado y azul. Se gira y observa su habitación, casi
siempre en penumbra. No hay polvo en los trofeos de ajedrez, supone que su
madre los habrá limpiado. Ella y su padre siempre han estado orgullosos de
ellos. Ahora Daniel los mira y se da cuenta de su verdadero brillo.
En el cuarto de baño,
inspira con los ojos cerrados. «Tenéis
que creer en vosotros mismos»,
recuerda mientras visualiza los ojos separados del antiguo alumno. Aprieta los
puños. Abre los ojos y acerca la cara al cristal. Sus cejas están levantadas en
un gesto de sorpresa. Se roza la piel con las yemas de los dedos y estas
verifican lo que sus ojos ya le habían mostrado: apenas quedan ya algunos
granos en la frente. El pelo tras sus orejas le da un aire bohemio.
Al sonreír, le gusta lo que ve.
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