29 abr 2016

Reflejo (Mónica Prádanos)



            Inspira con los ojos cerrados. «Hoy ya no estarán», piensa, mientras aprieta los puños. Al abrir los ojos, los hombros se hunden junto con su ánimo. Ahí siguen esos traicioneros granos que pueblan su cara. Y, por supuesto, en la boca los incómodos hierros de su aparato dental. «Sonríe un poco, Daniel», le dice siempre su madre antes de lanzar el flash. Pero él mantiene los labios firmemente cerrados e intenta ocultarse detrás de alguien.
            Mientras camina al instituto, el peso de los libros lo encorva hacia delante. El pelo largo le oculta la cara. Sus padres no están de acuerdo con su look, pero no lo entienden, él necesita ese pelo. Esa barrera.
            En el recreo come aparte su almuerzo. ¿Quién va a querer que les hable sobre ajedrez, agujeros negros, materia oscura y teorías de universos paralelos? Es el rarito, como escuchó una vez que se referían a él sus compañeros de clase.

            El odiado repiqueteo del despertador descubre a un Daniel que ha pasado la noche en vela. Es el último día de instituto, dentro de poco irá a la universidad y sospecha que allí seguirá siendo el raro. Al menos, se consuela, le han quitado los hierros y, según su madre, ahora su sonrisa es de anuncio. Pero él no lo sabe. Hace mucho que dejó de mirarse al espejo. Hace mucho que apenas alza la cabeza.
            Ese día, un antiguo alumno del instituto da un discurso en el salón de actos. Daniel mira al suelo mientras él empieza su charla. Adivina por la confianza con que habla que será un joven guapo y exitoso. Entonces les cuenta su historia, la de un «cero a la izquierda», como él mismo se llama. Daniel levanta un poco la cabeza. Les habla de cómo se centró en sus estudios, con la única ilusión de ser capaz, algún día, de diseñar rascacielos. Les habla de que, meses atrás, ese sueño se había cumplido. Daniel levanta la cabeza completamente y se aparta el pelo para ver mejor.
            —Si queréis ser alguien en este mundo, tenéis que esforzaros —dice un hombre con entradas y unos ojos demasiado separados—, tenéis que trabajar duro. Pero ante todo —añade, y Daniel se inclina hacia delante con los ojos muy abiertos—, tenéis que creer en vosotros mismos. —Los señala con el índice—. Ese será vuestro flotador.

            Daniel levanta la persiana y mira el cielo soleado y azul. Se gira y observa su habitación, casi siempre en penumbra. No hay polvo en los trofeos de ajedrez, supone que su madre los habrá limpiado. Ella y su padre siempre han estado orgullosos de ellos. Ahora Daniel los mira y se da cuenta de su verdadero brillo.
            En el cuarto de baño, inspira con los ojos cerrados. «Tenéis que creer en vosotros mismos», recuerda mientras visualiza los ojos separados del antiguo alumno. Aprieta los puños. Abre los ojos y acerca la cara al cristal. Sus cejas están levantadas en un gesto de sorpresa. Se roza la piel con las yemas de los dedos y estas verifican lo que sus ojos ya le habían mostrado: apenas quedan ya algunos granos en la frente. El pelo tras sus orejas le da un aire bohemio.
            Al sonreír, le gusta lo que ve.

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