25 sept 2017

Mi tierra

Viví en un pueblo en el que el tendero pegaba las cáscaras de los pistachos que se encontraba por el suelo, y después volvía a venderlos al peso, con sonrisa juguetona, y echándote algún gramito de más como haciéndote un favor.

El dueño del bar, tras un retiro espiritual con su amante, volvió convertido en experto homeópata, y nos aplicaba su filosofía médica con excepcional maestría: una parte de licor por cada cien de agua.

El carbonero, en vez de café, desayunaba algún diurético, y después de aguantar estoicamente toda la mañana, al final de la jornada se meaba en el carbón para que pesara más al día siguiente.

Los comerciales crecían como evangelistas, y llenos de fe predicaban las infinitas bondades del Dios que les otorgara una mejor comisión.

Y la carnicera, pobre filántropa desafortunada, sacaba todos los días a pasear algún perro de la protectora, con tan mala suerte que siempre se le perdían antes de regresar.


Pero eso sí, entre tanta picaresca, si algo nos unía cuando no había fútbol, era la certeza de que el único ladrón era el alcalde.

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