Viví en un pueblo en el
que el tendero pegaba las cáscaras de los pistachos que se encontraba por el
suelo, y después volvía a venderlos al peso, con sonrisa juguetona, y echándote
algún gramito de más como haciéndote un favor.
El dueño del bar, tras
un retiro espiritual con su amante, volvió convertido en experto homeópata, y
nos aplicaba su filosofía médica con excepcional maestría: una parte de licor
por cada cien de agua.
El carbonero, en vez de
café, desayunaba algún diurético, y después de aguantar estoicamente toda la
mañana, al final de la jornada se meaba en el carbón para que pesara más al día
siguiente.
Los comerciales crecían
como evangelistas, y llenos de fe predicaban las infinitas bondades del Dios
que les otorgara una mejor comisión.
Y la carnicera, pobre
filántropa desafortunada, sacaba todos los días a pasear algún perro de la
protectora, con tan mala suerte que siempre se le perdían antes de regresar.
Pero eso sí, entre
tanta picaresca, si algo nos unía cuando no había fútbol, era la certeza de que
el único ladrón era el alcalde.
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